Columna de opinión de Fernando Cortez, gerente general AIA, publicada en El Mercurio de Antofagasta.
El movimiento ciudadano de los últimos meses ha dejado de manifiesto que los chilenos y chilenas debemos hacer cambios importantes para avanzar hacia una sociedad con mayor igualdad, respeto y dignidad para todos.
Uno de los rasgos más significativos de esta crisis es la desconfianza transversal en las instituciones, no sólo por sus flaquezas para satisfacer plenamente las demandas comunitarias; sino que, además, por decisiones y conductas al margen de la ley y las normas básicas para una buena convivencia.
Es cierto que las características estructurales de las instituciones (misión, gobernanza, estatutos, etc.) definen su actuar e impacto en la sociedad; sin embargo, las instituciones están formadas por personas y son éstas las que toman las decisiones, ya sea para transformarlas en modelos inspiradores de satisfacción y contribución económica y social o, en los malos ejemplos de los abusos que minan las bases de una sociedad. Al final del camino, la desconfianza en las instituciones es desconfianza en las personas, en nosotros mismos y en nuestra conducta y consistencia con valores y principios éticos que reconozcan al otro como un legítimo y valioso otro. Este estallido social deja muy de manifiesto una crisis en el proceso formativo y valórico de nuestras niñas y niños, que ya sabemos, es responsabilidad de la sala cuna, el parvulario, la escuela y el núcleo familiar.
Desde esta perspectiva, podemos concluir en que, junto con las reformas en los sectores priorizados por la comunidad, el camino de construcción de un Chile con desarrollo integral debe iniciarse en las salas de clases y en el diálogo y convivencia familiar. Los patios, los talleres, las salas, el living y el comedor de la casa, son los espacios privilegiados para la formación valórica de los ciudadanos honestos e integrales que nuestra convivencia demanda con urgencia.
En el largo y complejo proceso educativo y formativo de la persona, la primera infancia es definitoria en la formación de nuestras estructuras mentales básicas, las cuales determinan nuestra forma de ser, de percibir la vida, de sentir las cosas, de pensar y de actuar. Por lo anterior, la inversión en primera infancia maximiza el desarrollo de las capacidades de los niños y niñas e inicia con la mayor fuerza imaginable la transmisión de valores y conductas claves para la sociedad.
Priorizando en la primera infancia apuntamos directamente a bloquear la transmisión intergeneracional de la pobreza y a potenciar el desarrollo sustentable. En palabras de James Heckman, Premio Nobel de Economía, “La educación preescolar es una inversión eficiente y eficaz para el desarrollo económico y la fuerza laboral. Cuanto antes la inversión, mayor será el retorno de la misma”.